La ruta
Distancia desde Zamora: 50 km
Longitud total del trayecto: 6 km
Tiempo aproximado: 2 horas
Dificultad: Media (cuestas
empinadas, tramos irregulares)
Detalles de interés: paisajes ribereños,
panorámicas pintorescas, núcleo urbano atractivo, arquitectura tradicional,
monumento religioso.
Bien seguro es que se quedaron cortos quienes pusieron el apellido a la
localidad de Gallegos del Río. Señalamos esa aseveración porque en su término convergen tres cursos fluviales, en vez de uno solo
como parece intuirse, los cuales, además, son todos ellos bien pintorescos y
atractivos. Con tanta riqueza acuática no extraña que el pueblo ocupe uno de los enclaves más frondosos de todo Aliste. Se halla al lado del
cauce principal que da nombre a la comarca, el cual cruza por el mediodía, a
escasa distancia de las últimas casas. A él vienen a desembocar los ríos Frío y el Mena. El primero, también
llamadoBecerril, llega por la margen
izquierda, aportando caudales de las vertientes de la sierra de la Culebra,
acumulados desde las cercanías de Sarracín. Por contra el Mena procede del otro
lado. Nace en el término de Tola y drena amplios espacios del actual municipio
de Rabanales para concluir uniéndose al Aliste por la derecha. Tomando como
guía esos cauces vamos a hacer un trayecto apacible y sereno, procurando
separarnos lo menos posible de sus riberas.
Iniciamos la caminata buscando entre las sinuosas calles de Gallegos el
arranque de la carretera que comunica con la vecina población de Flores. Accedemos así a un amplio espacio situado a lasorillas del río Frío, un lugar sumamente grato, ameno y recogido, provisto además de
diversos bancos. Un sólido puente de hormigón nos permite cruzar a la otra
margen. Excepto en ingratos momentos de acusado estiaje, las corrientes,
límpidas y brillantes generan un murmullo, un suave borboteo, que actúa como
alivio infalible frente a desasosiegos y ansiedades. Consentimos un corto
desvío de la ruta marcada por el pago de la Rabudera. Hemos de caminar en paralelo al cauce durante algunas decenas de metros,
aprovechando una bucólica senda. Sentiremos una profunda belleza al contemplar
el reverbero de rápidos y remolinos matizado por las frondas de los numerosos
alisos que por allí prosperan. Un poco más allá se forma un quieto remanso
para, de improviso, saltar después las aguas desde una rústica presa. Esta
barrera, firme y recia, creóse con lajas de pizarra hábilmente colocadas como
cuñas. Sirve para alimentar las acequias que permiten regar los prados
inmediatos. Las diminutas huertas contiguas,
algunas sombreadas con frutales, destacan por su fertilidad. Pena es que en
nuestros días muchas de ellas se hallen abandonadas, invadidas por la maleza.
Tras deambular un largo rato por allí, al quedar cortado el paso por un
brazo acuático, debemos de regresar de nuevo al puente. En una finca inmediata llama la
atención su pared frontal. Sobre ella su dueño ha tenido la pericia y gusto de
crear una especie de peculiar mosaico. Está formado con cantos rodados de
diversos colores, a los que se agregaron también otros materiales pétreos.
Consiguió así una singular composición, entre floral y geométrica, en la que se
distinguen también ciertas representaciones de animales. Al otro lado de la
calzada, junto a un modesto edificio en ruinas que quizás fuera la fragua, se
halla el antaño imprescindible potro para herrar animales. Este de aquí está
creado con hierro y, por el óxido que tiñe su superficie, poca utilidad presta
en nuestros días.
Surge enseguida una bifurcación. Hacia la derecha parte la carretera en
dirección a Flores y por la otra mano arranca una buena pista cementada que era
la ruta antigua para llegar a ese mismo pueblo. Es esta vía la que vamos a
utilizar. A su orilla se emplaza una solitaria vivienda moderna, la última de
todas las de esta parte. Avanzamos al lado de las paredes de diversas fincas,
para abrirnos después a terrenos libres, limítrofes con el río Aliste. Allí
mismo se apartan las roderas que enlazan con Lober, por las cuales
seguiremos en un corto trecho. Para salvar el lecho fluvial, si viajamos con
vehículos es preciso aprovechar un precario vado. Al servicio de los peatones
existe un angosto puente tradicional, formado por pilas de mampostería sobre
las que carga ahora una plataforma de hormigón. Antaño esa
pasarela debió de ser de pizarrones o tramada con maderos, generándose así
media docena de vanos rectangulares. Subidos desde ella, si es época de
abundante escorrentía, veremos bajar las corrientes raudas y poderosas,
formando un cauce ancho, custodiado por densas hileras de alisos. Hacia abajo,
a pocos pasos, el río se divide en dos brazos similares, originándose entre
ellos una generosa isla arbolada.
Pasamos ahora a una irregular pradera, con su lecho accidentado por
hondones que en época de crecidas actúan como desagües secundarios. Un poco más
allá topamos con el río Mena, el cual se une al Aliste mansamente, dentro de un
espacio anfibio sumamente atractivo. Si ascendiéramos por sus orillas
llegaríamos hasta las ruinas de un molino, el único visible de los varios que
existieron. Para salvar este lecho del Mena contamos con otro oportuno puente,
más corto y modesto que el anterior.
Decididos a seguir el curso del Aliste, desde aquí se nos presentan dos rutas alternativas, ambas con suficientes atractivos como para complicar
la elección. La una está trazada por las mismas
orillas fluviales, constreñida entre las propias corrientes y la agreste ladera
que emerge por el mediodía. A través de ella gozaremos de la compañía inmediata
del lecho fluvial, inmersos entre los umbríos sotos que lo escoltan. Pero
existe el inconveniente de que es difícil de seguir si los flujos son
abundantes, ya que estos anegan ciertos tramos cortando el paso. Entonces el
sortear las partes inundadas obliga a apartarnos a través de la ladera rocosa
contigua, tarea complicada debido al desnivel y a la maleza lacerante que
prospera en ella. La segunda ruta es franca en todo momento. Está trazada por
encima del cerro inmediato, al que es posible subir por las orillas de un
palomar allí existente. Como premio a las fatigas del ascenso, desde arriba las vistas panorámicas resultan muy hermosas.
Sea cual sea el tramo elegido, por ambos derroteros vamos a dar a los
espacios contiguos con el puente mayor local, el de la carretera que comunica
con Domez. Mas, a pesar de llegar a tal enclave y
poder volver directamente al pueblo, nuestro contacto con esa vía principal se
va a limitar solamente a atravesarla. Continuaremos por una buena pista que
arranca de frente y remonta cuesta arriba hasta la cumbre del macizo teso
inmediato. El desnivel es fuerte, lo que obliga a parar de vez en cuando, en un
intento de atemperar el resuello. Ello permite una observación más detallada de
los filones de pizarras que quedaron al aire al realizar la explanación.
Admiran sus superficies lustrosas y la multitud de láminas que se aprecian.
Coronamos así el llamado alto el Caño, monte que lleva ese
apelativo porque en su base brota la fuente que surtió tradicionalmente a los
vecinos. Ese venero sigue en nuestros días prestando la misma función, al ser
recogido para el abastecimiento doméstico de todos los hogares. Desde allá
arriba las vistas panorámicas son realmente grandiosas. A lo lejos, como
barrera poderosa, se yergue el tramo central de la sierra de la Culebra, dejando asomar por detrás ciertas
cumbres sanabresas, bien visibles si están tapizadas por la nieve. Cobijados en
amables rincones, quedan a la vista los pueblos de
Puercas, Riofrío, Sarracín y Flores, además del propio Gallegos. Este aparece recostado en suave declive, con el frontón y el cementerio
situados en lo más alto. Hacia oriente, tras el fin de las casas, las diversas
parcelas limitan sus espacios con rústicas paredes, generándose una pintoresca
sucesión de cuadrículas desiguales. En esa dirección el río Aliste se aleja por
los fondos de una vaguada en leve curva, bien protegida por cuestas empinadas.
El camino inicia ahora el descenso hasta empalmar allá abajo con otro que
viene directo desde el pueblo. Lo aprovechamos ahora en el regreso. Para ello
atravesamos el río por un par de puentes allí existentes, los puentes del
Pisón, probablemente llamados así porque antaño pudo
existir en sus proximidades una factoría para abatanear el paño tejido en los
telares locales. De esos pasos, el uno es adintelado, tendido sobre el
cauce principal y el otro de tubos, para salvar un brazo poco activo. Sumamente
placentero resulta ese lugar y mucho más si por la margen izquierda bajamos
algunos centenares de metros hasta las orillas de un largo remanso allí
existente. En él las corrientes se sosiegan y a la vez preséntanse oscuras y
misteriosas.
Decididos a recorrer el último trecho del itinerario, desde aquí se nos
presentan dos pistas cementadas. Optamos por la más baja, llamada de la Ribera,
la cual pasa por entre medio de las fincas. Las sucesivas cercas pétreas que
limitan esas propiedades, algunas formadas por grandes lajas erguidas en
vertical, originan estampas de notable hermosura. En uno de esos huertos aún
perdura una alta plataforma alrededor del pozo, sobre la que estuvo instalada
una noria ahora perdida.
Como colofón queda conocer el propio casco
urbano, denso y compacto. A pesar de abundantes casas nuevas,
perduran numerosos edificios tradicionales, creados con una mampostería de
lajas pizarrosas muy oscuras que contrasta con sillares de granito utilizados
en esquinazos y dinteles. Descuellan sobre todo las portalad as, algunas de las
cuales se enriquecen con dibujos como recuadros y rosetas, además de fechas e
iniciales.
La iglesia, dotada de modesto
campanario y de un generoso pórtico ante la entrada, posee dos amplias naves,
de las cuales la principal debió de construirse alrededor del
año 1500. Las bolas que animan las impostas de sus pilares así parecen indicarlo.
Destaca allí el retablo principal, barroco, engalanado con denso ornato. Además
de la imagen central de san Pedro, el titular, incluye tres pinturas
anteriores, renacentistas, muy hermosas, de viva policromía un tanto apagada
por la pátina de los siglos. Notable es también la imagen del
Santo Cristo, del que dicen que es gemelo del de las Injurias de la Catedral
zamorana. Bien es verdad que se parecen, lo que incita a pensar que el escultor que
cinceló este de Gallegos pudo tomar como modelo a aquel otro. El altar en el
que está colocado tiene como fondo una ingenua pintura que representa a
Jerusalén, a la Virgen y a san Juan.
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