sábado, 23 de noviembre de 2013

domingo, 17 de febrero de 2013



La ruta
Distancia desde Zamora: 50 km
Longitud total del trayecto: 6 km
Tiempo aproximado: 2 horas
Dificultad: Media (cuestas empinadas, tramos irregulares)
Detalles de interés: paisajes ribereños, panorámicas pintorescas, núcleo urbano atractivo, arquitectura tradicional, monumento religioso.
Bien seguro es que se quedaron cortos quienes pusieron el apellido a la localidad de Gallegos del Río. Señalamos esa aseveración porque en su término convergen tres cursos fluviales, en vez de uno solo como parece intuirse, los cuales, además, son todos ellos bien pintorescos y atractivos. Con tanta riqueza acuática no extraña que el pueblo ocupe uno de los enclaves más frondosos de todo Aliste. Se halla al lado del cauce principal que da nombre a la comarca, el cual cruza por el mediodía, a escasa distancia de las últimas casas. A él vienen a desembocar los ríos Frío y el Mena. El primero, también llamadoBecerril, llega por la margen izquierda, aportando caudales de las vertientes de la sierra de la Culebra, acumulados desde las cercanías de Sarracín. Por contra el Mena procede del otro lado. Nace en el término de Tola y drena amplios espacios del actual municipio de Rabanales para concluir uniéndose al Aliste por la derecha. Tomando como guía esos cauces vamos a hacer un trayecto apacible y sereno, procurando separarnos lo menos posible de sus riberas.
Iniciamos la caminata buscando entre las sinuosas calles de Gallegos el arranque de la carretera que comunica con la vecina población de Flores. Accedemos así a un amplio espacio situado a lasorillas del río Frío, un lugar sumamente grato, ameno y recogido, provisto además de diversos bancos. Un sólido puente de hormigón nos permite cruzar a la otra margen. Excepto en ingratos momentos de acusado estiaje, las corrientes, límpidas y brillantes generan un murmullo, un suave borboteo, que actúa como alivio infalible frente a desasosiegos y ansiedades. Consentimos un corto desvío de la ruta marcada por el pago de la Rabudera. Hemos de caminar en paralelo al cauce durante algunas decenas de metros, aprovechando una bucólica senda. Sentiremos una profunda belleza al contemplar el reverbero de rápidos y remolinos matizado por las frondas de los numerosos alisos que por allí prosperan. Un poco más allá se forma un quieto remanso para, de improviso, saltar después las aguas desde una rústica presa. Esta barrera, firme y recia, creóse con lajas de pizarra hábilmente colocadas como cuñas. Sirve para alimentar las acequias que permiten regar los prados inmediatos. Las diminutas huertas contiguas, algunas sombreadas con frutales, destacan por su fertilidad. Pena es que en nuestros días muchas de ellas se hallen abandonadas, invadidas por la maleza.
Tras deambular un largo rato por allí, al quedar cortado el paso por un brazo acuático, debemos de regresar de nuevo al puente. En una finca inmediata llama la atención su pared frontal. Sobre ella su dueño ha tenido la pericia y gusto de crear una especie de peculiar mosaico. Está formado con cantos rodados de diversos colores, a los que se agregaron también otros materiales pétreos. Consiguió así una singular composición, entre floral y geométrica, en la que se distinguen también ciertas representaciones de animales. Al otro lado de la calzada, junto a un modesto edificio en ruinas que quizás fuera la fragua, se halla el antaño imprescindible potro para herrar animales. Este de aquí está creado con hierro y, por el óxido que tiñe su superficie, poca utilidad presta en nuestros días.
Surge enseguida una bifurcación. Hacia la derecha parte la carretera en dirección a Flores y por la otra mano arranca una buena pista cementada que era la ruta antigua para llegar a ese mismo pueblo. Es esta vía la que vamos a utilizar. A su orilla se emplaza una solitaria vivienda moderna, la última de todas las de esta parte. Avanzamos al lado de las paredes de diversas fincas, para abrirnos después a terrenos libres, limítrofes con el río Aliste. Allí mismo se apartan las roderas que enlazan con Lober, por las cuales seguiremos en un corto trecho. Para salvar el lecho fluvial, si viajamos con vehículos es preciso aprovechar un precario vado. Al servicio de los peatones existe un angosto puente tradicional, formado por pilas de mampostería sobre las que carga ahora una plataforma de hormigón. Antaño esa pasarela debió de ser de pizarrones o tramada con maderos, generándose así media docena de vanos rectangulares. Subidos desde ella, si es época de abundante escorrentía, veremos bajar las corrientes raudas y poderosas, formando un cauce ancho, custodiado por densas hileras de alisos. Hacia abajo, a pocos pasos, el río se divide en dos brazos similares, originándose entre ellos una generosa isla arbolada.
Pasamos ahora a una irregular pradera, con su lecho accidentado por hondones que en época de crecidas actúan como desagües secundarios. Un poco más allá topamos con el río Mena, el cual se une al Aliste mansamente, dentro de un espacio anfibio sumamente atractivo. Si ascendiéramos por sus orillas llegaríamos hasta las ruinas de un molino, el único visible de los varios que existieron. Para salvar este lecho del Mena contamos con otro oportuno puente, más corto y modesto que el anterior.
Decididos a seguir el curso del Aliste, desde aquí se nos presentan dos rutas alternativas, ambas con suficientes atractivos como para complicar la elección. La una está trazada por las mismas orillas fluviales, constreñida entre las propias corrientes y la agreste ladera que emerge por el mediodía. A través de ella gozaremos de la compañía inmediata del lecho fluvial, inmersos entre los umbríos sotos que lo escoltan. Pero existe el inconveniente de que es difícil de seguir si los flujos son abundantes, ya que estos anegan ciertos tramos cortando el paso. Entonces el sortear las partes inundadas obliga a apartarnos a través de la ladera rocosa contigua, tarea complicada debido al desnivel y a la maleza lacerante que prospera en ella. La segunda ruta es franca en todo momento. Está trazada por encima del cerro inmediato, al que es posible subir por las orillas de un palomar allí existente. Como premio a las fatigas del ascenso, desde arriba las vistas panorámicas resultan muy hermosas.
Sea cual sea el tramo elegido, por ambos derroteros vamos a dar a los espacios contiguos con el puente mayor local, el de la carretera que comunica con Domez. Mas, a pesar de llegar a tal enclave y poder volver directamente al pueblo, nuestro contacto con esa vía principal se va a limitar solamente a atravesarla. Continuaremos por una buena pista que arranca de frente y remonta cuesta arriba hasta la cumbre del macizo teso inmediato. El desnivel es fuerte, lo que obliga a parar de vez en cuando, en un intento de atemperar el resuello. Ello permite una observación más detallada de los filones de pizarras que quedaron al aire al realizar la explanación. Admiran sus superficies lustrosas y la multitud de láminas que se aprecian.
Coronamos así el llamado alto el Caño, monte que lleva ese apelativo porque en su base brota la fuente que surtió tradicionalmente a los vecinos. Ese venero sigue en nuestros días prestando la misma función, al ser recogido para el abastecimiento doméstico de todos los hogares. Desde allá arriba las vistas panorámicas son realmente grandiosas. A lo lejos, como barrera poderosa, se yergue el tramo central de la sierra de la Culebra, dejando asomar por detrás ciertas cumbres sanabresas, bien visibles si están tapizadas por la nieve. Cobijados en amables rincones, quedan a la vista los pueblos de Puercas, Riofrío, Sarracín y Flores, además del propio Gallegos. Este aparece recostado en suave declive, con el frontón y el cementerio situados en lo más alto. Hacia oriente, tras el fin de las casas, las diversas parcelas limitan sus espacios con rústicas paredes, generándose una pintoresca sucesión de cuadrículas desiguales. En esa dirección el río Aliste se aleja por los fondos de una vaguada en leve curva, bien protegida por cuestas empinadas.
El camino inicia ahora el descenso hasta empalmar allá abajo con otro que viene directo desde el pueblo. Lo aprovechamos ahora en el regreso. Para ello atravesamos el río por un par de puentes allí existentes, los puentes del Pisón, probablemente llamados así porque antaño pudo existir en sus proximidades una factoría para abatanear el paño tejido en los telares locales. De esos pasos, el uno es adintelado, tendido sobre el cauce principal y el otro de tubos, para salvar un brazo poco activo. Sumamente placentero resulta ese lugar y mucho más si por la margen izquierda bajamos algunos centenares de metros hasta las orillas de un largo remanso allí existente. En él las corrientes se sosiegan y a la vez preséntanse oscuras y misteriosas.
Decididos a recorrer el último trecho del itinerario, desde aquí se nos presentan dos pistas cementadas. Optamos por la más baja, llamada de la Ribera, la cual pasa por entre medio de las fincas. Las sucesivas cercas pétreas que limitan esas propiedades, algunas formadas por grandes lajas erguidas en vertical, originan estampas de notable hermosura. En uno de esos huertos aún perdura una alta plataforma alrededor del pozo, sobre la que estuvo instalada una noria ahora perdida.
Como colofón queda conocer el propio casco urbano, denso y compacto. A pesar de abundantes casas nuevas, perduran numerosos edificios tradicionales, creados con una mampostería de lajas pizarrosas muy oscuras que contrasta con sillares de granito utilizados en esquinazos y dinteles. Descuellan sobre todo las portalad as, algunas de las cuales se enriquecen con dibujos como recuadros y rosetas, además de fechas e iniciales.
La iglesia, dotada de modesto campanario y de un generoso pórtico ante la entrada, posee dos amplias naves, de las cuales la principal debió de construirse alrededor del año 1500. Las bolas que animan las impostas de sus pilares así parecen indicarlo. Destaca allí el retablo principal, barroco, engalanado con denso ornato. Además de la imagen central de san Pedro, el titular, incluye tres pinturas anteriores, renacentistas, muy hermosas, de viva policromía un tanto apagada por la pátina de los siglos. Notable es también la imagen del Santo Cristo, del que dicen que es gemelo del de las Injurias de la Catedral zamorana. Bien es verdad que se parecen, lo que incita a pensar que el escultor que cinceló este de Gallegos pudo tomar como modelo a aquel otro. El altar en el que está colocado tiene como fondo una ingenua pintura que representa a Jerusalén, a la Virgen y a san Juan.

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