miércoles, 29 de agosto de 2012

El Cañón del Tera, la Terranova truchera


Cientos de pescadores practican su afición en las aguas de un paraje singular y denuncian el mal estado del refugio de Vega de Tera

 02:08   
Un aficionado espera la picada en una laguna del Cañón del Tera.
Un aficionado espera la picada en una laguna del Cañón del Tera.  Foto V. P.
CELEDONIO PÉREZPescar es un ejercicio propio de filósofos; pescar truchas, de sabios, y practicar esta afición en elCañón del Tera, un baño de naturaleza del que se sale revivido; tal es la fuerza de un paraje que tritura las piernas, ahonda los pulmones y oxigena el espíritu. No hay lugar en la provincia que se pegue tanto al alma, que haga tanta carne. Cuando te has manchado en él, no quieres otra cosa sino volver. Son multitud los pescadores que tienen marcados en rojo los días que han estado perdidos en este serpentín granítico, labrado antes de la historia con un cincel helado y lavado con lija hace poco más de cincuenta años. Cuando has estado allí quieres volver y esa sensación entre agradable y punzante se queda ahí y, a veces, rumorosa, irrumpe en las noches de insomnio para diluir los malos pensamientos.
Bucear entre los acebos antes de llegar a las pozas más seminales agranda el camino. Solo la marcha a pie dispone el espíritu. Poco más de una hora para consumir la senda que nace junto a la carretera de subida a la Laguna de Peces. La mañana alumbra nacarada y se estira entre los matorrales. Aquí siempre la primavera viene remolona, pero cuando llega, ay, deslumbra. El horizonte se tapa con una manta que utilizó antaño una legión de pintores expresionistas para limpiar sus pinceles. Los restos del incendio están enterrados bajo una patina de verde deslumbrante.
«Hace fresco...». «Sí, aquí, a estas horas siempre hace fresco, el aire es tan puro que duele...». Y el diálogo, entrecortado por el andar cansino entre los guijarros, sale a la carrera detrás de una pareja de ciervos más asustados que los pescadores que, nerviosos, vuelan caña en ristre, aunque todavía sin aparejar.
No es el único susto de la jornada. Ya cerca del mediodía, con la presa rota al fondo del ojo, una pareja de perdices explosiona junto a una poza. «Parece mentira, aquí, tan lejos de todo, se supone que debería haber pardillas y no «patirrojas», pero ya ves; el año pasado oímos el «palpalá, palpalá» de la codorniz y el berrido ronco de los corzos a tiro de piedra de Lacillo, esto es un paraíso y te puedes encontrar cualquier cosa...». Hasta víboras, que todavía la «triangulada» silba notas de acero cuando se siente amenazada por el humano bullanguero.
La Cueva de San Martín, regada por tres hilillos de agua, queda a la izquierda. El Tera sale a respirar entre los cortados y saca pecho. Es momento de probar, de sondear entre la nada. Porque la pesca es eso, buscar el tesoro que se esconde entre los huesos desleídos del río. Cucharilla del dos, vibrax dorada, que la mañana penetra enhiesta hasta el fondo. Pero también hay que tentar con la mosca seca: sangre de toro, la pajiza y la verde «que aquí funciona muy bien» y de arrastre, la falangista.
El primer lance siempre es apresurado, tembloroso. Las pozas del Cañón están muy justas de agua y solo en los fondos que se borran con las sombras hay alguna posibilidad. El brillo del señuelo culebrea entre los espejos de espuma. Se nota un toque, que tensa la línea. ¿Será un enganche? No, no, es la primera «pintona» que busca el perdedero sin poder alcanzarlo. En ese momento el mundo no existe. En el cuadro principal solo aparece el pescador y la «trutta fario» que no quiere salir de donde siempre ha estado.
El ejercicio de la pesca en el Cañón del Tera es un lujo impagable. Varios kilómetros de naturaleza virgen, un río mágico mojado por mil leyendas, casi maldito después de lo que ocurrió en la madrugada del 9 de enero de 1959. Lástima que la escasez de agua haya prácticamente agotado las corrientes este mes de julio. ¿Dónde está el caudal ecológico? ¿Quién controla el bombeo desde la presa de Vega de Tera? Silencio.
Lo más abrupto del Cañón se queda prendido al plano inclinado. Un túnel verde, que suda polen y donde, a veces, se guarece el jabalí, deja paso a una corriente sin agua, que se queja sin voz en la entraña de la tierra. Los restos de la tragedia se hacen visibles. Moles de una amalgama de piedra unidas por la nada del cemento, sin hierro, rompen el cauce vacío, deslavado. Lances y lances en las lagunas que beben a sorbos el Tera salpican el paraje antes de toparse con Vega de Tera, una enorme máscara informe que ha perdido la mandíbula de arriba y que pone asiento transparente al segundo descanso del río, después del mínimo respiro de Vega de Conde.
Los muros agrietados sirven de asiento al guerrero que lanza una y mil veces su arma de carbono. Es tiempo también de recuperar fuerzas y ver lo que ha quedado de la comida sudada por el plástico de la mochila. También es momento de contar «batallitas». «El otro día me dijeron que aquí hace unos días un cazador pescó una trucha de más de tres kilos». «¿Un cazador?». «Sí, había venido a cazar corzos, pero como el día estaba malo y se aburría, bajo del refugio y lanzó unas varadas. Vaya suerte, el cabrón».
En la conversación afloran mil hazañas propias, también de la cuadrilla: esa trucha que salió de la poza atraída por la carrera loca de la cucharilla, aquella otra que se prendió en el anzuelo cuando éste ya estaba fuera del agua, el ejemplar de dos kilos pescado hace años en Lacillo, las cinco «pintonas» que se engancharon en menos de un cuarto de hora, el tiempo que duró una granicera...
Una pequeña visita al refugio que vigila el embalse de aguas oscuras, confirma que el abandono se ha enquistado en sus muros y en sus pocos enseres. La labor de antaño de la sociedad de pescadores de El Puente ha quedado en nada. Las literas dan asco y las mesas y bancos están muy deteriorados. Excursionistas y pescadores que pasan la noche en sus desvencijadas dependencias deberían aportar un fondo común para arreglarlo, ya que ninguna administración ni colectivo oficial quiere saber nada.
En tiempo de verano el trasiego de aficionados a la montaña y de pescadores mancha de colorines un valle que respira verde y duerme sobre un lecho de marrones veteados. No es difícil encontrar algún excursionista «perdido», como le ocurrió hace nada a dos pescadores. Un joven extremeño, que estaba pasando unos días en el albergue de San Martín de Castañeda, preparando el examen de la última asignatura de su carrera, bajó solo a la Cueva de San Martín y después se equivocó y enfiló por un valle diferente al del Tera. Acabó en la presa rota después de varias horas de caminata sin saber como volver. El camino de regreso, claro, lo hizo conducido por los dos pescadores.
El lugar, por esa artificiosidad natural que encierran los espacios serranos, donde la vista no encuentra sitio para pasar la noche, atrae a personajes curiosos que buscan en la soledad su sustento. Los pescadores no hace mucho se toparon cerca del refugio de Vega de Conde con dos orensanos, también pescadores según ellos, que más parecían personajes que hubieran salido de ronda desde las páginas del «Lazarillo de Tormes». Despotricaban de las restricciones que fijan las administraciones sobre la pesca y todo tipo de actividad. Se quejaban pero, desde luego, pasaban de las prohibiciones. En un plisplás se lanzaron a pescar en las aguas por encima de Vega de Conde, una reserva desde hace años y, además, con gusarapa, un cebo prohibido. Lo más curioso, sin duda, sus expresiones. La mayoría de las frases de crítica las apostillaban con la expresión «le roncan los cojones» (sic).
El Cañón del Tera no solo es un paraíso natural singular para excursionistas y trucheros, también lo es por la fauna humana que, aunque en cuentagotas, araña sus caminos y reposaderos. Hacer un recorrido por sus recovecos es aprender las lecciones que da la naturaleza y la vida.

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